“Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.”

Romanos 8:38-39

La nostalgia del final


Mi padre estaba muriendo pero yo no quería aceptarlo. Había contraído una enfermedad terminal siendo aún un adulto joven, no habíamos vivido juntos ni la mitad de las cosas que quería hacer con él. Él no me había visto recibir mi diploma en la universidad, tampoco habíamos podido compartir mi ansiedad por mi primer amor, mis miedos por nuevos trabajos. No podría conocer a mis hijos, ni disfrutar de mi familia, y eso no podía perdonárselo a Nuestro Señor.

Publicidad

Pasé días y meses sin rezar, sin acercarme a nuestra Iglesia, estaba furiosa con su decisión. No comprendía por qué debía llevarse a mi padre, un hombre de bien y saludable, el sostén de nuestra familia. Estaba muy enojada e incluso blasfemé en su nombre. No fue hasta un día que caminaba cerca de la Iglesia que me encontré con el Padre Pedro. Me preguntó por qué no iba a misa hace tanto tiempo y le conté de mi dolor. Me dijo que sólo en la Casa de Dios encontraría mi consuelo y así fue, comencé a ir todos los fines de semana, abrí mi corazón y el dolor pronto comenzó a desaparecer. Nada ni nadie me devolvería a mi padre, pero sabía que él estaba en manos de Dios, que con su partida aprendería muchas cosas y que siempre estaría acompañada por él.