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¿Alguna vez te preguntaste por qué sentimos esa reacción espontánea al ver a cualquier persona sonreir?
“Porque si alguno es oidor de la palabra, y no hacedor, es semejante a un hombre que mira su rostro natural en un espejo; pues después de mirarse a sí mismo e irse, inmediatamente se olvida de qué clase de persona es. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace”. Santiago 1:23-25
Te desafío a que pases frente a un espejo y no mires hacia él sin sonreir. Resulta casi imposible no querer verse en un espejo y observar lo que refleja. Es algo que sucede de modo inconsciente y muchas veces lo que observamos, no es realmente lo que queremos ver.
Condicionados por factores culturales y sociales, muchas veces nos olvidamos de ver en el reflejo de ese espejo lo más significativo. Nuestro interior. Además, en el reflejo nos vemos únicamente a nosotros pero, ¿qué sucede cuando sumamos a otras personas para que sean incluidas en dicha imagen?
“Porque si alguno es oidor de la palabra, y no hacedor, es semejante a un hombre que mira su rostro natural en un espejo; pues después de mirarse a sí mismo e irse, inmediatamente se olvida de qué clase de persona es. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace”. Santiago 1:23-25
¿Qué encuentras hoy en tu reflejo? ¿Tu familia, tus hijos, tus compañeros de universidad, de trabajo? ¿Qué otros seres queridos son parte de esa imagen? Ahora, este espejo que te presento tiene la capacidad de poder mostrarte el interior de esas personas y de ti. ¿Realmente sientes que en ese interior se ve manifestada la Fe? No es un talento ni un don poder sentir la gracia del Señor dentro de nuestro ser.
Toda su luz reflejada en todos los que te acompañan en la vida, se consigue y es algo que se construye. Así como se entrena el cuerpo, la Fe alimenta el corazón y el amor. Debemos permitir que el Espíritu Santo ingrese en nuestros corazones y circule su luz sanadora. Al verse reflejado nuestro ser interior, la intención de nuestro Señor es que podamos vivir unidos, en comunión.
Que esa unión nos permita crecer desde la misericordia y que dicho reflejo nos permita actuar en favor de los más necesitados. Tomar decisiones que estén totalmente alineadas con la misión de nuestro Padre Celestial. “Conozco tus obras. Mira que delante de ti he dejado abierta una puerta que nadie puede cerrar. Ya sé que tus fuerzas son pocas, pero has obedecido mi palabra y no has renegado de mi nombre”. Apocalipsis 3:8
Debemos servir a Dios actuando y confiando en que todo lo planeado por él tendrá un sentido. Quizás no podamos comprender su plan en al momento de actuar, pero Él nos lleva siempre por el buen camino. Es probable que ya tenga reservado un futuro importante para todos nosotros en las puertas del Cielo. La Fe se deposita en cada acto que pensemos y realicemos.
Está presente en nosotros para poder tener confianza suficiente al momento de despertar y desenvolvernos en lo cotidiano. Si tienes la sensación de que no te hay llegado su luz, si no sientes la sanación de Jesús, eso significa que no estás teniendo la Fe suficiente en su milagro.
“Señor, tú eres mi Dios; te exaltaré y alabaré tu nombre porque has hecho maravillas. Desde tiempos antiguos tus planes son fieles y seguros” Isaías 26:1
El Espíritu Santo alberga milagros en todos los rincones del mundo. No diferencia edades ni clases sociales. Amalgama todos los sentidos y con su presencia nos permite extender la comunión de la Fe entre hermanos y hermanas. No se trata de un misterio ni de esfuerzos , nuestra voluntad es la encargada de recibir los nuevos desafíos que Dios pondrá en nuestros caminos. Debemos renovar nuestros pensamientos, nuestras oraciones y al final de cada jornada, nos sorprenderemos de los resultados.