Publicado hace 3 días
En la vida, las palabras pueden ser dulces, alentadoras e incluso inspiradoras… pero si no van acompañadas de acciones, pierden su fuerza y su sentido. Podemos prometer apoyo, amor, compañía o ayuda, pero si nuestros pasos no reflejan lo que decimos, lo que queda en evidencia no son nuestras palabras, sino nuestros actos… o nuestra ausencia de ellos.
Es común encontrarnos con situaciones en las que nuestras palabras no siempre se alinean con nuestras acciones. Esta falta de coherencia puede tener un impacto significativo en nuestras relaciones personales y profesionales. La frase "digas lo que digas, eres lo que haces" resalta la importancia de que nuestras acciones reflejen nuestras palabras. Cuando prometemos algo a alguien, ya sea un amigo, un familiar o un colega, se espera que cumplamos con ese compromiso. Sin embargo, cuando nuestras acciones no respaldan nuestras palabras, la decepción y la desconfianza pueden surgir, erosionando la base de nuestras relaciones.
El no actuar también es una forma de romper lo que hemos dicho. La inacción puede ser tan perjudicial como una promesa rota. Cuando prometemos hacer algo y no lo hacemos, estamos borrando nuestras palabras con nuestra falta de acción.
Cuando prometemos y no cumplimos, cuando decimos que estaremos y no aparecemos, o cuando aseguramos sentir algo, pero no lo demostramos, sin querer, vamos borrando la credibilidad que los demás depositan en nosotros. Es en ese espacio vacío donde la decepción encuentra terreno fértil para crecer.
Dios nos enseña que la integridad no es solo hablar con verdad, sino vivirla. Jesús mismo dijo: "Por sus frutos los conoceréis" (Mateo 7:16). Esto significa que, más allá de las palabras, son nuestras acciones las que revelan quiénes somos realmente. No basta con decir que amamos, hay que amar de verdad; no basta con decir que creemos, hay que vivir conforme a esa fe; no basta con prometer, hay que cumplir.
Santiago nos recuerda: "Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos" (Santiago 1:22). La fe, el amor, la lealtad y la bondad no son conceptos abstractos: se materializan en gestos concretos, en acciones que dejan huella, en hechos que confirman lo que nuestro corazón profesa.
Cada día tenemos la oportunidad de alinear lo que decimos con lo que hacemos, para que la confianza crezca y la decepción no tenga lugar. Porque, al final, no seremos recordadas por lo que dijimos que haríamos, sino por lo que realmente hicimos.
Vive de tal manera que tus actos sean un espejo fiel de tu corazón. Haz que tus palabras sean promesas cumplidas y que tu presencia sea coherente con lo que expresas. Porque, a los ojos de Dios, la verdadera bendición se encuentra en vivir con integridad, cumpliendo con amor lo que decimos. "Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad" (1 Juan 3:18).
Desde una perspectiva divina, la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos es un principio fundamental. Muchas tradiciones religiosas enfatizan la importancia de la honestidad y la integridad. En la Biblia, por ejemplo, se nos enseña que nuestras acciones son un reflejo de nuestro verdadero ser y que seremos juzgados por ellas.
Dios valora la fidelidad a nuestras palabras y nos llama a ser honestos y confiables en nuestras interacciones con los demás. La falta de coherencia no solo afecta nuestras relaciones humanas, sino también nuestra relación con lo divino.
En la perspectiva divina, la omisión de acciones necesarias es vista como una falta de compromiso. Dios nos llama a ser proactivos en nuestras vidas, a tomar medidas que reflejen nuestras creencias y valores. La coherencia entre palabras y acciones es esencial para vivir una vida plena y significativa, alineada con los principios divinos.
Recuerda: Ser consecuentes con lo que decimos y hacemos es un principio que trasciende lo humano y se adentra en lo divino. La coherencia es un reflejo de nuestra integridad y nuestra relación con lo sagrado. Alinear nuestras palabras con nuestras acciones no solo fortalece nuestras relaciones humanas, sino también nuestra conexión con lo divino.
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