Justo ayer estaba jugando en el parque con mi hijo más pequeño y él me pidió ayuda para trepar a un árbol.
Aquella pequeña anécdota me dejó pensando en cómo somos nosotros, los hijos e hijas de Cristo a la hora de pedir ayuda a Él. Muchas veces nos ponemos obstinados, tercos en pretender hacer las cosas por nosotros mismos, lo que es caldo de cultivo para sentimientos tales como el orgullo o la altanería.
Pretender que nosotros solos conocemos la respuesta y el modo de hacer las cosas no es digno de un hijo de Dios.
En vez, podemos agachar nuestra cabeza y reconocer que nos vendría bien un poco de ayuda divina.
Por otro lado, no es mala idea intentar resolver los problemas por nuestra cuenta, pero es justamente allí donde radica la cuestión: ¿Cuán fina es la línea que nos separa de la mano de Cristo que intenta ayudarnos? Recordemos en tales casos que Dios nunca obraría de manera tal que perjudique la educación de uno de Sus hijos.
Toda acción de Cristo tiene un porqué arraigado profundamente en que permanezcamos en Su camino.