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Cuando tuvimos un mal día es común que descarguemos nuestra frustración con aquellos que nada han tenido que ver para que eso sucediera. Entramos a casa ofuscados o nos reunimos para cenar con amigos acarreando lo pesado de la jornada. Puede suceder en esas ocasiones que comencemos discusiones en vano, nos irritemos fácilmente o no compartamos nada para no continuar con esa pesadumbre. Lo que acontece es que si no nos tomamos un tiempo para reflexionar sobre lo que hemos vivenciado durante el día seguro se traducirá en enojo hacia los que nos rodean.
La negatividad es peligrosa cuando no podemos exteriorizarla y transformarla en aprendizaje, y eso sólo pasará cuando entremos en conversación profunda con nuestro Señor. Para encontrar la calma, podemos disponernos unos minutos para pensar sobre lo que nos ha tocado vivir y comprender eso que nos sucedió de una mejor manera. En la palabra de Dios Padre encontraremos las respuestas para conducirnos en forma correcta ante los eventos que nos presentan disgustos o problemas. Transmitir lo que experimentamos en forma de malestar hacia nuestros hermanos no será adecuado y estaremos propagando aquello que nos perjudicó en primer lugar. Ser conscientes acerca de aquello de lo que podemos tomar de esas experiencias y no sentirnos molestos por haberlas pasado.